El Falso dilema: «a favor o en contra».
En el marco de la realidad social y con la profunda convicción del compromiso de reflexionar sobre la misma, considero que el tema del aborto merece una atención obligada. En esa línea, quiero dejar un pensamiento crítico, no una simple opinión al pasar. Hay una diferencia entre opinar con un trasfondo fundamentado y hacerlo a partir de una mera intuición. Ambas son posibles y válidas, pero si el aporte pretende ser constructivo, debe tener un fundamento con la honesta intención de buscar la verdad.
Quiero enfatizar este último aspecto: tener la verdad implica acceder a la realidad tal como es, algo que es imposible para el ser humano. Esto se debe a que requeriría conocer hasta el último constitutivo de la materia y todos sus posibles imponderables, lo cual no es lícito sino para un ser superior con conocimiento infinito.
Dado que estamos en el reino terrenal, debemos ser conscientes de que nuestra posición puede ser falseada, como diría Karl Popper. Por ello, tener la pretensión de verdad implica que nuestra perspectiva no es dogmática y puede ser refutada con argumentos más sólidos. Desde el comienzo, reconozco que estamos en una aporía, es decir, en una situación de dificultad lógica irresoluble desde un enfoque limitado, como quien intenta conocer el bosque mirando únicamente un árbol.
Cuando se analiza una problemática desde un punto de vista reducido, sin contemplar otras variables, puede surgir un grave error: creer que se ha encontrado una solución. En realidad, esta solución puede ser reductiva, limitada o inconducente. Es importante señalar que, aunque es imposible abarcar todas las variables, la pretensión de verdad debe prevalecer sobre la búsqueda de una verdad absoluta. A veces, podemos salir de un error, pero de la confusión es mucho más difícil escapar.
Un claro ejemplo de esto se encuentra en el ámbito de la física. Newton, al formular su teoría de la gravitación, la entendió como una fuerza que actúa a distancia entre dos cuerpos. Este enfoque fue fundamental y permitió realizar predicciones precisas sobre el movimiento de los planetas y otros cuerpos celestes. Sin embargo, Einstein, al desarrollar su teoría de la relatividad, reformuló nuestra comprensión de la gravitación como una manifestación de la curvatura del espacio-tiempo. En este modelo, los objetos masivos no solo ejercen fuerza, sino que también alteran el tejido del espacio que los rodea.
Por lo tanto, no se trata de afirmar que Newton estaba equivocado y Einstein tenía razón; más bien, el análisis de Newton fue limitado por las herramientas conceptuales de su época. Su teoría fue útil y sigue siendo válida en muchos contextos, pero no abarcó la complejidad de la realidad. Esta evolución en la física nos recuerda que, al abordar problemas complejos, es fundamental ampliar nuestra perspectiva más allá de explicaciones reduccionistas. En el caso del aborto, por ejemplo, una visión «biologicista» puede resultar insuficiente y no esclarecer la totalidad del fenómeno en discusión.
¿Cuándo comienza la vida?
Citando al neurocientífico Antonio Damasio, quiero ilustrar la relación entre la vida y nuestra discusión sobre la vida humana. Damasio relata una pequeña experiencia en la que se coloca una comunidad de bacterias en un recipiente llamado disco de Petri, similar a una tapa utilizada en microbiología para cultivar células. Estos microorganismos son tan pequeños que carecen de órganos y, lo más importante, no poseen cerebro ni estructuras similares. Al enfatizar que están desprovistos de cerebro, afirmamos que no tienen consciencia: no piensan con un “cerebro racional” ni actúan a partir del “cerebro instintivo”, que compartimos con otros animales y está relacionado con el “instinto de supervivencia”. Además, estas bacterias no tienen ojos y, por lo tanto, no pueden ver.
Aunque pueda parecer innecesario describir esto, resulta importante que lo podamos dimensionar para analizar cómo reaccionan estos microorganismos al entrar en contacto con una sustancia mortal. De manera casi mecánica, todas las bacterias se apelotonan en un extremo del disco de Petri, alejándose para sobrevivir. Es decir, hasta el microorganismo más pequeño, como una ameba unicelular, tiene una tendencia a la vida: quiere vivir, aun sin tener consciencia de ello; simplemente tiende a hacerlo.
Ahora bien, ¿qué podemos decir de la fecundación de los gametos? Sigamos con este razonamiento.
Afirmo que la vida humana comienza desde el instante cero. Si se niega el instante cero, resulta irracional avanzar hacia el instante posterior. ¿Podemos considerar que la discusión está cerrada? De ninguna manera.
El hecho de estar leyendo este escrito significa que no somos microorganismos, sino seres vivos más complejos. Observando cómo actúan esos microorganismos, desprovistos de cerebro y consciencia, en su búsqueda de supervivencia, podemos establecer un paralelismo con el cerebro humano, que está compuesto por millones de células especiales llamadas neuronas. Estas neuronas también tienen una tendencia innata hacia la vida, con la particularidad de que la ciencia aún no ha logrado esclarecer completamente cómo generan consciencia y autoconsciencia (la consciencia de tener consciencia), lo que constituye lo que llamamos “mente”. Se tienen ciertas premisas, pero es más lo que se ignora.
Es sumamente complejo explicar, por ahora, cómo de una materia puede emerger algo que no es materia, como una poesía. Las cuatro fuerzas fundamentales de la física no pueden dar cuenta de este fenómeno; por lo tanto, reducirlo a un solo campo de estudio parece inadecuado.
Imaginemos, una vez más, esta tendencia de nuestro organismo a la vida. Por ejemplo, al resfriarnos, nuestro sistema inmunológico actúa sin necesidad de que nadie le dé la orden. Simplemente busca sobrevivir, incluso sin ser consciente de ello. (Si dependiéramos de nuestra consciencia, moriríamos por un resfriado no atendido a tiempo).
Sin embargo, ¿qué ocurre si la enfermedad no puede ser contrarrestada por el sistema inmunológico? En ese caso, somos seres vivos conscientes que utilizamos nuestra consciencia y autoconsciencia para buscar alternativas y mecanismos de salvación, desde los más simples hasta los más complejos. Tal vez, al resfriarnos, decidimos no salir desabrigados o tomar un medicamento (incluso inventarlo). Empleamos nuestro cerebro autoconsciente para prolongar la vida de la manera más razonable. Esta capacidad no la poseen otras especies; solo el ser humano puede utilizar su autoconsciencia incluso para actuar en contra de su propia vida, lo que incluye el suicidio o el sometimiento de otros seres vivos (incluso de humanos).
Las neuronas componen en su totalidad el cerebro humano, no solo la parte racional o intelectual, lo que indica una dependencia total. Cuando hablamos del amor, por ejemplo, nos referimos a un proceso que ocurre a nivel cerebral (lo que se denomina erróneamente el sistema límbico), es decir, a nivel corporal, no en un alma etérea, como dirían los filósofos griegos. Cuando la subjetividad sufre, el cuerpo reacciona con dolor.
Volvemos a la misma pregunta: ¿cómo es posible que algo inmaterial se traduzca en algo material? ¿Cómo puede una tristeza desencadenar una enfermedad «real» que puede llevar hasta la muerte? Dejemos este tema por el momento y lo retomaremos más adelante.
Sobre el derecho a la vida.
A menudo escuchamos hablar del famoso “derecho a la vida”. Esta frase, que suele apelar a una intuición inicial, no responde a un pensamiento crítico, y aquí explico por qué.
En primer lugar, la vida no puede ser constituida desde el derecho, es una contradicción, en la medida que es la vida la fuente creadora del derecho y no el derecho a fuente creadora de la vida. No dependemos del derecho para vivir, el derecho depende nosotros los que estamos vivos (y luego las instituciones, etc). Más aún, somos seres humanos con consciencia y autoconsciencia.
Por lo tanto, si existe un derecho a la vida, este no se aplica a la vida humana en acto, sino en potencia. La vida humana en acto, en todo caso, tiene el derecho a sobrevivir, lo cual es diferente. En el caso de la vida humana en potencia (es decir, un ser por nacer), se puede hablar del derecho a la vida, pero siempre partiendo de que el derecho es constituido por una vida humana ya existente, que tiene uso de razón, es decir, que es consciente, autoconsciente y capaz de comunicarse.
Ciertas lesiones en el tronco encefálico han demostrado que puede existir un cerebro consciente y autoconsciente, funcionando perfectamente, incluso en un cuerpo que no puede moverse. Esto resalta la importancia de la razón y de la capacidad de defenderla mediante la argumentación.
Por tanto, y partiendo desde una idea que seguramente podrá complementarse, el derecho a la vida es aplicable tanto a una vida en gestación (por tanto, prerracional) como a la vida humana sin posibilidad de sobrevivir por sus propios medios e inclusive que no merezca la pena de ser vivida (por el sufrimiento) como es el caso de aquellas enfermedades mortales (y acá es donde se plantean debates extensos que no es tema de este texto). Asimismo, también debemos considerar el derecho a la vida de las generaciones futuras: ¿qué mundo les dejaremos a los seres humanos venideros?
Insisto, el derecho a la vida solo se puede constituir a partir de una vida en acto, que tenga consciencia, autoconsciencia y la capacidad de lenguaje y comunicación.
Afirmar que existe un derecho que obliga irrefutablemente a la vida es, en esencia, una contradicción. La razón es simple: es la vida la que da origen al derecho. Sostener que el derecho es la fuente de la que dependemos para juzgar el aborto es similar al pasaje bíblico donde se crea un Dios de barro y se le adora. Es la adoración de un fetiche, un falso Dios creado por el ser humano, al que luego se somete.
Algunos podrían objetar, con razón, que lo aberrante es cuestionar un derecho que afirma la vida. ¿Qué puede ser más racional que afirmar la vida? Estoy de acuerdo en que la vida debe ser afirmada, y no niego ese punto. Sin embargo, pensar que esta afirmación es válida únicamente porque existe un derecho es querer conocer el bosque mirando solo el árbol que hemos plantado.
Partir de esa premisa errónea nos lleva a la imposibilidad de comprender una situación tan compleja como el aborto. Al sacar de contexto el postulado del derecho a la vida, que parece éticamente correcto, se encuentra el argumento de quien mata en nombre de la vida. O, mejor dicho, de quien deja morir tras haber hecho agonizar. Así, el derecho a la vida se convierte en un derecho a la agonía, con las conciencias libres de culpa.
Supongamos que la vida comienza en el momento de la concepción y que no debe interrumpirse hasta el nacimiento (ni después). De este modo, podemos satisfacer la postura conservadora, pero también es necesario señalar el cinismo al que se recurre. La vida humana se diferencia de la de otros seres vivos por tener funciones superiores. No podemos abordar a los seres humanos únicamente como “objetos” de la biología; debemos considerarlos también como sujetos de la psicología, la política, la cultura y otros campos que nos permitan estudiar nuestra realidad. Todos estos ámbitos se determinan mutuamente.
Una vez nacido el neonato, podemos afirmar que está vivo desde un punto de vista biológico. Sin embargo, el análisis no termina ahí. También debemos considerar que somos mamíferos y que nuestro cerebro afectivo requiere asistencia y amor del Otro. Este punto podría explicarse perfectamente desde el psicoanálisis, pero quiero centrarme en la neurociencia. Si la subjetividad sufre, el cerebro reacciona físicamente, generando un dolor real a través del sistema nervioso. Este dolor no es ficticio, sino REAL, y afecta a la corporalidad.
Es fundamental enfatizar este aspecto: la necesidad afectiva después del nacimiento es tan REAL como la concepción. Forma parte del PROCESO de la VIDA. Desde la concepción hasta la muerte, todo pertenece a un mismo proceso. No son compartimentos estancos. No puede haber nacimiento seguido de abandono; todo debe completarse en este proceso.
Siguiendo este razonamiento, si el neonato nace por imperativo de un “derecho a la vida”, esto no es cinismo de mi parte, pues no estoy en contra de la vida. Sin embargo, al postular un “derecho a la vida” que impone de manera imperativa que “hay que vivir”, se olvida que vivir también incluye al recién nacido. De ahí la peligrosidad de hablar de un derecho a la vida de manera aislada, como quien se lava las manos.
Vivir implica vivir plenamente dentro de una cultura. El ser humano, como todo mamífero, necesita la asistencia del Otro para satisfacer sus necesidades básicas: comer, beber, vestirse y contar con un lugar donde vivir. Todas estas necesidades están directamente relacionadas con la vida. No comer, no beber, no estar protegido del frío o del calor, no tener refugio ante las inclemencias del tiempo o frente a posibles ataques de otros seres vivos; todo esto afecta a la vida.
Por tanto, aquí radica la gran contradicción.
Posicionamiento ante el problema: ruptura del dualismo.
La vida comienza en el instante de la concepción. No hay que tener pudor en afirmarlo ni temor de que esta premisa anule el discurso de quienes están a “favor” o quienes adoptan un pensamiento menos conservador. Estos últimos, al no tener claridad, se vuelven ingenuos y necesitan negar la vida intrauterina en algún período para justificar el aborto, lo cual no es necesario.
En primer lugar, hemos afirmado que la vida comienza en la concepción y termina con la muerte natural; todo forma parte de un mismo proceso. Sin embargo, una vez que nace el neonato, el afecto del Otro es tan necesario como el alimento, la bebida, el abrigo y el alojamiento. Si no se cubre esta necesidad afectiva, el neonato sufre corporalmente, tanto como sufriría si le faltara alimentación. Algunos podrían escandalizarse ante esta comparación, pero el proceso puede ser analizado desde la neurociencia, donde los cambios son perfectamente observables.
La fundamentación biologicista utilizada por los profesionales de la medicina se derrumba cuando comprendemos que el sufrimiento puede desencadenar un dolor biológicamente determinable en el cuerpo. Entonces, ¿por qué la biología es irrefutable para algunas cosas y para otras no?
Por otro lado, la insuficiencia de las necesidades básicas conduce a una muerte inexorable, tan cruenta como la que puede resultar de un aborto, pero con el agravante del sufrimiento prolongado, tanto afectivo como material. En un mundo donde la mitad de la población vive en pobreza absoluta, no por una imposibilidad material de satisfacer las necesidades de quienes están excluidos, sino por la avaricia de unos pocos que acumulan toda la riqueza, es fundamental recordar que la vida es un proceso que finaliza con la muerte. Por tanto, la vida debe ser afirmada en todo momento y en todo lugar. No es lícito, bajo el pretexto de un “derecho a la vida”, arrojar a la muerte inexorable a un recién nacido ni causarle sufrimiento por no brindarle acogimiento.
Como dice un gran pensador: “el niño muere en el vientre de la madre producto del aborto o muere en el vientre de la sociedad producto de la exclusión”. La discusión se vuelve inconducente e irracional. Al centrarnos únicamente en el aborto, nos preguntamos si el neonato debe morir antes (por el aborto) o después (por la avaricia social), pero nunca se aborda la contradicción flagrante en la que ha caído el sistema al llegar a este dualismo.
Nadie quiere discutir la irracionalidad sobre la que se asienta el sistema económico dominante. La mitad de la población mundial está sumida en la pobreza a causa de la avaricia de unos pocos. La problemática medioambiental también es resultado de un sistema que prioriza el aumento de la tasa de ganancia sobre el cuidado del medio ambiente. Se estima que, si seguimos a este ritmo, solo nos queda un siglo antes de que el calentamiento muestre sus verdaderos efectos. La discusión, por tanto, es irracional.
En conclusión, analicemos lo dicho: la injusticia ya está presente, aunque se quiera negar cínicamente. La exclusión es un hecho. Por tanto, el aborto solo apresura la muerte, y tal vez salva la vida de quien se somete a este procedimiento, en un típico debate de éticas utilitaristas. Sin embargo, si no se interrumpe el embarazo, solo queda confiar en el azar. Como dictan algunas filosofías, el futuro del recién nacido dependerá de su ingenio para alcanzar un “gran futuro”, si es que logra tomar las riendas de su vida sin morir antes, lo cual es cínico, considerando que quienes no pueden “progresar” solo tienen como opción morir en agonía.
Es importante señalar que las personas que están directamente relacionadas con la negación de los medios para vivir (comida, bebida, etc.) y de la cultura (educación, etc.) —es decir, aquellas afectadas por la pobreza producto de un sistema injusto— son las más afectadas por el aborto. Si la pobreza es una forma de exclusión, la pobreza en la mujer duplica su exclusión, sin mencionar las interacciones entre la exclusión por pobreza y otras formas de exclusión.
Por tanto, estar a favor del aborto es una decisión racional y utilitarista (las mejores consecuencias para el mayor número de personas) dentro de la irracionalidad que ha creado un sistema empobrecedor. Aunque esta postura va en contra de la vida, estar en contra del aborto es una posición cínica. La defensa del “derecho a la vida” se convierte en una excusa para evitar el compromiso de cambiar un sistema que encierra de manera perversa a quienes deben someterse a este doloroso procedimiento.
Quien se aferre cínicamente a la defensa del aborto no puede quedarse de brazos cruzados ante un sistema que conduce a esta contradicción mortal. Del mismo modo, aquellos que reducen la discusión a un asesinato por parte de quienes deciden abortar deben recordar que dejar morir también es matar. Nadie puede considerarse libre de culpa, ya que la muerte acecha en cada esquina, con ojos cansados y mejillas sucias, pidiendo limosna para calmar el hambre. Sin mencionar el hambre espiritual que ha devorado por completo a quienes han visto su dignidad pisoteada por el cinismo de quienes hablan del derecho a la vida y conviven con el martirologio, sin ninguna ley que castigue a quienes dejan morir.
Imaginemos, una vez más, un incendio en un décimo piso donde solo queda morir incinerado. Una posible respuesta (aunque no solución) a este problema es el suicidio mediante la ingesta de algún fármaco o tirarse por la ventana. El cínico alegará que tirarse por la ventana es la solución más provechosa para respetar el derecho a la vida hasta la muerte, pues existe una pequeña posibilidad de sobrevivir. Sin embargo, el crítico debería preguntar: ¿por qué la única salida a este problema es la muerte?