Martín

Martín

Martín es un trabajador como tantos otros, se levanta a las cuatro de la mañana para llegar a la capital a las siete. Se encarga de reparar computadoras en una empresa multinacional. Aunque no tiene un alto nivel académico, cuando lo escuchas hablar parece que posee más conocimiento que muchos que ostentan diplomas. Dentro de la empresa, es un simple empleado; creo que nadie se da cuenta de lo que es el tipo.

Su formación no es casual; Martín es un militante político con todas las letras. La semana pasada, durante una manifestación por las paritarias, le dieron el micrófono e improvisó un discurso que hizo llorar a varias personas, incluida la señora que tenía al lado. Me percaté de que ella apretaba la mano de su marido con fuerza mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. A decir verdad, también sentí emoción al escucharlo, pero preferí contenerme y emocionarme por dentro.

Eso fue el lunes por la tarde, y el jueves, Martín volvió a tomar el micrófono. Esta vez, su discurso no solo fue conmovedor, sino provocador; sabía quiénes eran los enemigos del pueblo, como él mismo lo dijo, y las 100.000 personas que llenaban la plaza también lo creyeron. Martín levantó el dedo y apuntó a quienes todos menos esperábamos.

Al llegar a casa, busqué información sobre esos nombres que él mencionó. Admito que me sorprendió lo poco que yo sabía de ese poder oculto, de esas sombras que se deslizan entre los pueblos, pero que nada tienen que ver con ellos. El tipo parecía tener un peso en sus palabras que era imposible ignorar, y la lucha que propugnaba se sentía genuina. Sentía que era mi hermano, literalmente, hablando en un escenario.

El lunes de esta semana se decretó Estado de Sitio; el país se revolucionó. La gente salió a las calles por millones, y la policía reprimió hasta donde pudo. Con tanta agitación a mi alrededor, deseaba escuchar qué diría Martín sobre la situación, como si él fuera una referencia política que hasta entonces había sido inexistente para mí. Cuando llegó, se notaba un aire de serenidad, aunque el micrófono le fallaba, lo que lo incomodaba. Sin embargo, pronunció palabras demoledoras una vez más, mientras el pueblo se tornaba cada vez más imperativo.

Después de esa jornada, me quedé pensando toda la semana. Sus palabras me retumbaban en la mente. Hoy me levanto para ver las noticias y resulta que unos delincuentes comunes asesinaron a un tal Martín.